jueves, 1 de octubre de 2009

HISTORIA DE UNA OPOSICIÓN INSALVABLE




"Lo que distingue y separa a la ciudad del campo no es, por ende, la revolución ni la reacción. Es, sobre todo, una diferencia de mentalidad y de espíritu que emana de una diferencia de función. En el panorama de una sociedad, la ciudad es la cima y el campo es la llanura. La ciudad es la sede de la civilización. A medida que la civilización se perfecciona, se acentúan las distancias espirituales y psicológicas entre el hombre de la urbe y el hombre del agro. El hombre de la urbe vive aprisa. (La velocidad es una invención urbana, una cosa moderna). El campesino vive monótona y lentamente. Su trabajo y su producción están gobernados por las estaciones. Arada por el buey o la máquina, la tierra da en el mismo tiempo y en la misma estación sus espigas. La urbe y la campiña producen dos distintas psicologías, dos ánimas diversas."

JOSE CARLOS MARIATEGUI




Existe en la historia de las grandes Culturas un misterioso fenómeno, raras veces explicado, que informa y domina cada una de las manifestaciones vitales de los pueblos civilizados. Me refiero a la oposición entre el campo y la ciudad, entre el modo de vivir y sentir privativo del aldeano en contraste con el habitante de la gran urbe.

Esta antítesis empieza a hacerse visible en las primeras etapas de la Cultura (es la "Época Feudal", que en Occidente se inicia en el siglo X d. C., mientras que en la Cultura Antigua lo hace al rededor del siglo IX a. C.), cuando las ciudades crecen a expensas del paisaje aldeano circundante. En este período ambos elementos se respetan en armonioso equilibrio. Pero más adelante, cuando algunas de esas ciudades se transforman en gigantescas urbes cosmopolitas, y la clase labriega que hasta entonces había subsistido al rededor de esas capitales comienza a ser absorbida por ellas, la dicotomía se hace ya insalvable. En un éxodo masivo, los elementos rurales se ven forzados a emigrar hacia los epicentros urbanísticos que van aglomerándolos paulatinamente en su periferia, hasta que el campo queda prácticamente desierto. Este hecho orgánico no sólo marca la muerte de la raza campesina sino también el colapso definitivo del ciclo vital de la Cultura.
No resulta complicado describir las sustanciales diferencias entre el campesino y el urbano. El primero tiene desde luego más instinto, más capacidad intuitiva, más sentido común: simboliza el elemento vegetativo. En cambio, el segundo (sobre todo el habitante de las grandes cosmópolis) es más inteligente, su pensamiento puede ser más abstracto, neuronal, pero también más vacío de contenido vital: simboliza el elemento espiritual. El campesino hunde sus raíces en la misma tierra que heredaron sus antepasados, procurando que sus vástagos se críen en el hogar que para él significa el linaje que corre por sus venas, pues el instinto vegetativo asegura el anhelo de propiedad. Pero el urbano es un ser sin tradición, sin raíces. Suplanta su natural carencia de arraigo y propiedad con insulsas abstracciones, puramente espirituales, imposibilitadas para crear pero harto eficientes para destruir: libertad, democracia, Humanidad, etc. El aldeano sólo es capaz de concebir la propiedad como substrato del alma;el urbano puede poseer de todo menos verdadera propiedad, pues el dinero no tiene alma. Por eso todas las grandes teorías sociales que cuestionan la propiedad han surgido en el gélido ambiente del intelecto urbano, pues el Espíritu no es más que la inteligencia desligada de los instintos "fuertes".

En los comienzos del ciclo vital del organismo cultural, cuando las ciudades conservan un cierto aroma aldeano, la existencia transcurre en una incesante y ascendente actividad creadora. Así como el labriego se siente "atado" a la propiedad que heredó mediante una ligadura metafísica, casi mística (que es la fuerza vegetativa que impulsa el desarrollo de la Cultura),el vasallo hace lo propio con el noble a quien decide servir. Lo mismo hacen los súbditos en la unión con el monarca, y éste último otro tanto con la idea nacional que, a modo de misión histórica, su simple presencia encarna. La mujer también siente ese impulso vegetativo en la necesidad de "atarse" al padre, y cuando es desposada encuentra su sino en sacrificarse en cuerpo y alma por los hijos. Las corporaciones gremiales, las órdenes monásticas y de caballería, las grandes casas dinásticas, la Iglesia y el Estado: todo ello son expresiones, símbolos de plenitud suprapersonal, donde cada individuo siente su existencia tan comprometida con el organismo al que pertenece, que cuestionar éste es como cuestionar el alma de aquél. Una Cultura en pleno desarrollo supone una vigorosa vivencia del Destino por parte de cada uno de los elementos que componen la jerarquía social del organismo, por lo que cualquier crítica contra los fundamentos de esta totalidad viviente no sólo se revela impracticable, sino ni siquiera concebible.

Pero con el ascenso de las capitales esta situación se invierte. Aparece entonces la"Época de la Razón", que en Occidente alborea hacia el siglo XVII d. C. , que se corresponde con el siglo V. a.C. de la Cultura Antigua. Aquí ya despuntan los conceptos que una centuria después, y cargados de una popularidad magnética, tendrán el imperativo no de crear algo nuevo, sino al contrario, de destruir el orden existente. En el siglo XVIII vemos ya a los hombres matarse y morir en busca de palabras como "libertad" e "igualdad"; pero estas palabras no significan nada por sí mismas y sólo cobran sentido cuando son contrapuestas a la tradición y las normas que pretenden destronar. Así, "libertad" significa en boca de los racionalistas no sólo vivir sin la autoridad del pasado, sino sobre todo tratar de vivir con el máximo de "libertad" (libertinaje) posible. "Igualdad" es el martillo que esgrimen los enemigos de la Cultura, pues al ser ésta como una noble planta o edificio, tanto más destaca cuanto más fomenta las naturales diferencias que permiten su elevación. Sólo su destrucción puede garantizar la "igualdad", por eso los fanáticos igualitaristas quieren reducir este milenario edificio a escombros y así "retornar a la Naturaleza". Sobra decir que ninguno de tales ideales se han llevado a la práctica de forma total, pues sus pregoneros necesitan que el organismo esté lo suficientemente vivo como para explotarlo y vivir de él.

Por tanto, es posible dividir el ciclo vital de la Cultura en dos fases bien diferenciadas: Cultura y Civilización. La Cultura crece bajo el signo de la creación interior; la Civilización no crece propiamente, sino que expande su dominio sobre el mundo exterior mientras que su mundo interior (el alma o "fuerza vegetativa") se anquilosa y muere. Esta última fase inicia su andadura durante las primeras décadas del siglo XIX, y alcanzó el cénit de actividad destructora en España hacia los años 60 del pasado siglo, para luego estabilizarse después de haber desarrollado todas sus posibilidades.

El destierro definitivo de la vida campesina simboliza el destierro del alma y del sentido común en el mundo Occidental, circunstancia que por más que lamentemos ya no podremos remediar.