miércoles, 22 de julio de 2009

UN COMPLOT DE PALABRAS


"¡Qué contraste, qué brusco cambio! La jerarquía, la disciplina, el orden que la autoridad se encarga de asegurar, los dogmas que regulan la vida firmemente: eso es lo que amaban los hombres del siglo XVII. Las trabas, la autoridad, los dogmas: eso es lo que detestan los hombres del siglo XVIII, sus sucesores inmediatos. Los primeros son cristianos, y los otros anticristianos; (...) los primeros viven a gusto en una sociedad que se divide en clases sociales, los segundos no sueñan más que en la igualdad (...) Ha llegado el tiempo de la heterodoxia de todas las heterodoxias; de los indisciplinados, de los rebeldes."

PAUL HAZARD


"Cada siglo tiene su espíritu que la caracteriza; el espíritu del nuestro parece ser el de la libertad."

DENIS DIDEROT




¿Qué es libertad, qué libertinaje? ¿Qué significa autoridad, qué autoritarismo? Tesis hoy en día corriente basa sus argumentaciones en que libertad y autoridad son contrapuestos como el día y la noche. Otra hipótesis también muy en boga sostiene que ambos términos, sin ser contrarios, pueden llegar a ser compatibles. Pero nadie se atrevería a afirmar que libertad y autoridad no es que puedan coexisitir juntas, sino que la una es inseparable de la otra y viceversa. Ésta es la concepción tradicional de autoridad: cuanto más autoridad, más libertad. No hay otra manera de ser libres.

En cambio, a partir de la Ilustración, empezó a proliferar la teoría opuesta: la libertad (autonomía) sólo puede conseguirse cuando la autoridad (heteronimia) sea la menor posible. Y como en aquella época estaba muy de moda identificar "tradición" con "autoridad", los más prestigiosos intelectuales decidieron que "modernidad" debía ser sinónimo de "libertad". Ahora bien, ¿qué entendemos por libertad? ¿Poder hacer lo que queramos sin que nuestras decisiones y actos perjudiquen a segundas o terceras personas? Luego en ese caso, "libertinaje" no sería más que actuar sin tomar en consideración los derechos de los demás... esto es , un exceso de libertad (!).

En general, da grima escuchar a los intelectuales contemporáneos hablar sobre este asunto de tanta trascendencia, en especial a aquellos que escriben los libros de texto que nuestros hijos -no lo olvidemos- deberán memorizar concienzudamente.

Cuando me percato de que no puedo hacer de ninguna manera lo que me venga en gana, ni conmigo ni con los demás, no sólo no descubro la limitada realidad que es la libertad, sino que tomo conciencia de que no hacer lo que me apetezca es, precisamente, el único camino que me permitirá llegar a ser completamente libre. Ahora bien, sólo cuando logre hacerme cargo de mis particulares problemas y limitaciones, podré tomar en consideración los problemas y limitaciones del prójimo. Por tanto, mi libertad consiste en comprender que no sólo he de responsabilizarme de mi conducta ante los demás, sino por encima de todo ante mí mismo. Allá donde termina mi capacidad de responsabilidad, también acaba mi libertad. Por lo pronto, ésta no posee límite alguno; es la falta de responsabilidad individual la que en la práctica dictamina sus confines.

Pero conviene dejar bien claro que la concepción "moderna" que hoy triunfa en la sociedad, que no es más que un libertinaje al máximo sostenible, choca frontalmente con la percepción que desde la cultura Occidental se ha tenido sobre este controvertido término. Hasta el siglo XVIII se entendió por libertad el actuar conforme con el Destino personal de cada cual: libertad es ser lo que uno debe ser, no falsear su vida. "Llega a ser el que eres", tal es el imperativo goetheano que nos orienta a vivir en armonía con nuestra propia identidad. Nuestra identidad no es nuestra voluntad o nuestra capacidad de raciocinio; al contrario, éstas han de servir a aquélla so pena de caer en las redes de una existencia rota, desdibujada, artificial. Nuestra voluntad puede negar nuestro Destino; a fin de cuentas, también podemos negarnos a nosotros mismos, mas seguiremos siendo quienes éramos. (Ortega y Gasset: "El destino no consiste en aquello que tenemos ganas de hacer; más bien se reconoce y muestra su claro, rigoroso perfil en la conciencia de tener que hacer lo que no tenemos ganas.")

Libertad, por tanto, no es capacidad para elegir, sino capacidad para elegir aquello que, queramos o no, tenemos que ser. Tal era la posición tradicional ante el problema ontológico de la libertad.

Lo mismo acontece con el problema de la "autoridad". ¿Quién tiene que mandar? ¿Tiene que hacerlo quien está naturalmente capacitado para ello, o bien han de ser los que obedecen quienes elijan sus jefes? ¿Quién creen ustedes que elegirá el populacho, a un mandatario que les prometiera más esfuerzo, disciplina , trabajo y sacrificio o aquél que prometiera más ocio, menos ajuste de cuentas, menos obligaciones y más derechos? También hoy se ha impuesto la creencia de que quien ejerce su autoridad sobre alguien que no lo ha aprobado expresamente cae por necesidad en el "autoritarismo". ¿Es autoritario que mande quien está más capacitado para mandar y , por tanto, hace oídos sordos a la demanda de la plebe que exige panem et circenses a todas horas?

Sin embargo, por lo que se desprende de las palabras de los defensores de la idea moderna de libertad, parece que todavía siguen apegados a la creencia ilustrada de que, si les damos a todos los ciudadanos la misma educación y los mismos conocimientos, como todos ellos tienen más o menos la misma inteligencia, entonces podrán ser libres y distinguir por su propia cuenta lo que "les conviene" (expresión harto ambigua cuyo significado depende de quién la pronuncie) y lo que no. Desde luego, todo el mundo está de acuerdo en que lo que quiere es "su bien". El problema es que no hay dos personas que entiendan lo mismo por esta palabra. Todo hijo de vecino cree entenderse sobre esta cuestión, lo cual deja vía libre a que se propaguen los malentendidos de toda clase.

Hay que decirlo de una vez: existen en el mundo dos clases de hombres. Estas dos clases no se dividen en ricos y pobres, ni sabios e ignorantes, ni poderosos y oprimidos. Estas dos clases se dividen entre quienes piensan que la vida es puro esfuerzo, puro afán de superación, puro cumplir con un deber que acaso nunca llegará a realizarse del todo, y los que piensan que la vida es trabajar porque no queda otro remedio, aunque al menos siempre será lícito obligarse lo menos posible. Para los primeros, la expresión "exceso de disciplina" es una contradicción en los términos; para los otros, esta frase se cumple cada vez que una autoridad (ya sea el padre en la familia o el empresario en la fábrica) le ajusta las cuentas exigiéndole mayor entrega. Esta realidad no tiene nada que ver con la enseñanza, ni con los conocimientos que ningún maestro nos hiciese aprender. Esto no se enseña: o se tiene, o no se tiene (y las más de las veces no se tiene).

Es comprensible que la deformación profesional de algunos, que aspiran a vivir cómodamente en la cátedra de alguna Universidad con renombre, puede llevarles a creer en el poder alquímico de la instrucción pública. Pero siglos de experiencia nos han confirmado que la educación puede, en efecto, moldear la arcilla. Lo que no puede es transmutar la arcilla en oro macizo, por más que se crea en la idea aristotélica de que el "buen hábito" conduce a la "virtud".

La educación no ha cambiado al hombre. Éste sigue siendo tan vil, mezquino y plebeyo como lo fue desde un principio. Hemos educado a nuestros hijos persuadiéndoles de que escabullirse del trabajo duro es legítimo, de que se esfuerza uno hoy para ganarle horas de ocio al mañana, de que ser funcionario es más rentable que ser obrero, aun cuando su vocación demuestre lo contrario. Y las consecuencias de todo ello las vamos a pagar ahora, sin tiempo -y sin derecho, añadiría yo- para proponer alternativas cuando todo el daño que se podía causar ya se ha hecho. Esta es la mayor tragedia de nuestro tiempo. Y los estúpidos ideales que aun reclaman las "clases dominantes", ya convertidas en pusilánimes y sin capacidad de reacción, serán engullidos por los hechos que están a punto de precipitarse.

martes, 7 de julio de 2009

SOFISTAS vs. ILUSTRADOS O BREVE HISTORIA DE LA VIRTUD


"Mediante una cuidada selección de los conocimientos mismos y de los métodos de enseñanza, es posible instruir (...) en todo lo que cada hombre necesita saber para la economía doméstica, parta la administración de sus negocios,para el libre desarrollo de su industria..."

MARQUÉS DE CONDORCET

Durante toda la Edad Media y principios del Renacimiento, dominó la creencia de que las cualidades humanas más heroicas y virtuosas estaban sólo al alcance de la aristocracia, un selecto número de familias de sangre noble que habían heredado de las generaciones precedentes determinadas costumbres y tradiciones que simbolizaban el orden natural dispuesto por dios en la Tierra.

Fue a partir del siglo XVIII cuando los filósofos ilustrados, abanderados por los enciclopedistas franceses, comenzaron a cuestionar abiertamente los supuestos morales y religiosos que legitimaban el predominio del sistema feudal y eclesiástico como reguladores del orden social existente.

Entre ellos, Voltaire destacó como uno de los más acérrimos defensores del carácter social y popular del saber. Para este menudo y enjuto filósofo, la "virtud" no es una cualidad reservada a un reducido grupo de elegidos, sino que ésta podía ser enseñada a todos los hombres sin distinción de su procedencia social o nacionalidad. A tal empeño se encaminaron los esfuerzos de los también franceses Diderot y D' Alambert, que lograron en 1755 terminar la que hasta hoy es considerada la hazaña más representativa de la Ilustración: la Enciclopedia, obra en la que se pretendía reunir todos los conocimientos que hasta la fecha había acumulado la Humanidad durante siglos de experiencia. El objetivo último de esta titánica empresa no era otro que el de ofrecer las "herramientas de emancipación" necesarias que permitieran a todos los hombres, tras una impecable educación pública, acceder a su "mayoría de edad".

Sin embargo, este ideal racionalista no es, ni mucho menos, exclusivo de la cultura Occidental. En la Grecia prehomérica podemos rastrear cómo van gestándose paulatinamente estos mismos ideales con una sincronicidad pasmosa.

Hacia el siglo VIII a. C. podemos observar la prevalecencia de los valores caballerescos típicos de un ambiente medieval. Las familias nobles poseen las tierras y protegen a los campesinos; se narran gestas épicas de carácter mítico en las que se ensalza la valentía y el heroísmo de sus protagonistas; se celebran justas y ágapes en las fiestas celebradas en honor de los señores feudales; la religión alcanza un papel preponderante gracias a la creciente popularidad de los misterios órficos... Pero es a partir de la consolidación de las ciudades-estado y de la democracia ateniense cuando empiezan a circular diversas corrientes de pensamiento que aseguran, ni más ni menos, que la areté (virtud) y la paideia (término que en sentido tradicional se acerca al concepto de "crianza" pero que ahora significará "educación" sobre todo de corte intelectual) no debían ser consideradas exclusivas de las élites, sino patrimonio de cualquier ciudadano que estuviese dispuesto a disfrutar de sus excelencias después de una correcta instrucción pedagógica. Este cambio fue posible debido a que los valores que primaban en el recién instaurado régimen democrático ya no eran los de sangre y destreza guerrera, sino los de persuadir mediante no menos hábiles argumentos retóricos a la multitud que se congregaba cada vez en el ágora (plaza central). En este arte destacaron los sofistas, quienes, al igual que los ilustrados, se autocalificaban de "sabios". Pese a su acusado relativismo, empero, no dudaron en convencer al pueblo ateniense de los beneficios de la democracia, y una vez implantada ésta, se dedicaron a impartir clases de retórica a los jóvenes que aspiraban a emprender la carrera política, lucrándose con ello de tal forma que posteriores filósofos como Sócrates o Platón juzgaron indigna. Curiosamente, los ideales de estos auténticos profesionales llegaron a calar tan hondo que uno de sus máximos detractores, el anteriormente aludido Sócrates, reconoció como incuestionable uno de sus principales asertos: que la areté no es innata sino enseñable.

Resulta poderosamente sugestivo comprobar que los sofistas y otros intelectuales racionalistas de la Antigüedad desarrollaran ciertas ideas que los ilustrados del siglo XVIII defenderán más de dos mil años después. ¿Qué decir, por ejemplo, de la obsesión de Platón por la instrucción pública? ¿Y de las inclinaciones enciclopedistas del propio Aristóteles? Quizá la más desconcertante de estas anécdotas sea la que proviene de los sofistas, los cuales no sólo afirmaban que el hombre es bueno por naturaleza, sino que la mejor forma de convivencia es la que procede de la vida primitiva que florece antes de la aparición del Estado... ¿Qué podría decir al respecto el mismísimo Rousseau?

Al hilo de todas estas curiosidades, ¿será cierto el dicho popular que asevera que el hombre es el único animal que tropieza dos veces con la misma piedra?